Tener un hijo no es fácil, y menos cuando vas a tener un hijo siendo adolescente. Aún no les he dicho nada a mis padres, y me da mucho miedo decírselo. Ellos son muy conservadores, demasiado, ¡y no hablemos de mi hermano!
Pero en el fondo no estoy preocupada por mí. Sé que me la voy a cargar, ya estoy acostumbrada a las broncas. Pero esta vez tengo miedo por el bebé, no quiero que sufra ningún daño, y estoy segura de que cosas como ésta son las que hacen daño a una criatura, las que la condicionan a que nazca desgraciada o con algún problema. Y eso no lo voy a consentir. Por encima de mi cadáver. Pero no sé lo que hacer, porque de un momento a otro lo tendrán que saber, ¡dentro de poco!
Tengo que pensar. Me voy a la cama. Tengo que tomar demasiadas decisiones. Tal vez el típico método de consultar con la almohada me ayude.
Casandra cerró su diario y lo guardó en su escondite de toda la vida, tras un peluche con forma de abejita. Luego se metió en la cama, tratando de dormir, a pesar de la preocupación que sentía. En cualquier otra situación no se habría molestado en intentar dormir, habría dado vueltas toda la noche por su habitación, rumiando la preocupación. Pero llevaba a una criatura en su interior. Y eso para ella era sagrado, a pesar del mal momento en el que le había tocado sobrellevar este embarazo.
Durmió muy poco, no tuvo más remedio que levantarse al alba y peinarse sus cabellos rubios. Tenía un mal presentimiento. Pero trató de controlar sus nervios y bajó a desayunar.
Su familia parecía tan feliz como siempre. Demasiado feliz.
-Casandra, ¡no te quedes ahí mirando! Ven a desayunar.
Casandra hizo caso a lo que le decían y se sentó a la mesa, cavilando sobre lo que haría. Tenía todo un día para pensar. Solamente un día para tomar la decisión más importante de su vida.
Fue el día más lento de toda su vida, lleno de una incertidumbre extraordinaria. Su amiga Erika la vio rara, pero no le dijo nada. No solía hacerle preguntas hasta que no hablaban por teléfono, entonces se ponía a hablar como un loro y no había quién la parase.
No fue hasta la noche cuando tomó la decisión. Era la hora del crepúsculo, y su familia estaba en casa hablando de quién sabe qué cosa. Casandra salió corriendo de su casa y no paró hasta que llegó hasta el curso de un hermoso río que seguía su curso limpio y claro, como la vida en sus comienzos.
-Dios mío, esto es muy difícil… ¿qué voy a hacer?-se sentó a sus orillas a pensar. Se llevó las manos al vientre. En realidad no podía ser tan complicado. Tenía que pensar en la criatura, no en ella. Debía hacer lo que se considerase mejor para la criatura. ¿Pero qué era lo mejor para la criatura? Casandra sabía muy bien que lo más probable era que sus padres le insistiesen en el aborto. Eran conservadores, pero desgraciadamente eran de esa clase de conservadores que van a una manifestación contra el aborto pero que luego hacen a sus hijas abortar para que nadie se entere de que han follado antes del matrimonio. Y eso a Casandra le repugnaba. Eso y la hipocresía, ambas eran las cosas que ella más odiaba en este mundo.
Así que aquel mismo día tomó el tren hacia un destino desconocido, un lugar del que no pensaba regresar jamás.
He cogido todo el dinero que tengo ahorrado, que por suerte no es poco (tampoco es que sea una barbaridad, pero es suficiente para empezar), varias direcciones que saqué de internet, un par de manuales, algo de ropa y poco más, aparte de algunos recuerdos que aprecio. No me arrepiento de dejar a mi familia, por mucho que me pese. He de hacer lo mejor para la criatura. Y por mí misma, ya de paso. Estoy segura de que me hará mucho bien marcharme. Es triste saberlo, pero es cierto que sólo así podré perseguir mis sueños, o al menos intentarlo. La vida no es como la pintan en los cuentos de hadas, un mundo lleno de amor y ternura. En el banquete de la vida hay que luchar con uñas y dientes por hacerse un sitio, sino te echan para siempre. A pesar de todo, aún conservo esperanzas…
El viaje fue muy largo, demasiado, lo bastante como para cansar a Cassandra. Lo único que le ayudaba era la sensación de seguridad que la iba embargando a medida que se alejaba del lugar dónde había vivido tantísimo tiempo. Estaba segura de que así podría encontrar su camino.
Y finalmente llegaron. Aquella pequeña ciudad misteriosa que estaba llena de luz y color por el día, pero que por la noche se llenaba de una actividad extraordinaria. Era un lugar perfecto para que nadie la encontrara. Y un lugar en el que podría criar a su pequeña sin ningún fantasma que la atormentara.
Encontró allí un trabajo de secretaria y se puso a estudiar por correspondencia, para poder ganar más el día de mañana y así poder criar mejor su bebé. Encontró nuevos amigos, y pudo establecerse allí sin problemas.
Y allí se quedó durante mucho tiempo. Y llegó el momento en el que la criatura nació. Ese fue sin duda el día más feliz de toda la vida de Casandra. La niña era preciosa, su piel era blanca como la nieve, sus ojos tenían una tonalidad dorada que recordaba al oro y su pelo era rojo como la sangre.
Pero era extraño. Porque ni ella ni el padre, ni ninguna de sus familias tenían esos rasgos.
“Bueno, será una mutación genética. Mientras esté sana, lo demás da igual.” Pensó Casandra mientras acunaba a la pequeña en sus brazos. Poco más tarde le puso un nombre. Lilith. Sin duda sería un nombre adecuado para la pequeña, a pesar de no ser común.
La pequeña creció en aquel lugar llena de amor y de alegría, sin ninguna pena que atormentase su corazoncito.
Hasta que llegó el día en el que cumplió diez años.
-Mamá…-dijo la niña bajando por las escaleras de su pequeña casita-¿Puedes contarme una cosita?
-¿El qué, Lilith?-dijo Casandra levantándose de la mesa del salón.
-Quiero que me cuentes como conociste a papá.
Casandra se quedó muda y sorprendida ante esa pregunta. Nunca antes le había hecho su hija esa pregunta. Sí, es cierto que le había preguntado años atrás dónde estaba su padre y el resto de la familia, pero ella le había dado a su hija unas breves y pocos informadoras respuestas que satisfacieron la curiosidad de la niña, por lo que nunca hubo problemas. Pero aquella pregunta era ya harina de otro costal.
-Esto…-Casandra vaciló más de lo que ella hubiese deseado. Le estaba costando bastante encontrar una respuesta adecuada, hasta que de repente echó mano a lo primero que se le ocurrió.-Será mejor que te lo cuente cuando seas mayor. Esas cosas son muy complicadas.
-¡No, quiero que me lo cuentes ahora! ¡Ahora, ahora, ahorita!-exclamó la niña corriendo hacia su madre y haciendo un puchero, cosa que pocas veces hacía.
-¡De eso nada, te he dicho que lo contaré cuando seas mayor y así será!
Lilith hizo amagos de echarse a llorar y Casandra la miró consternada. Ese era un recurso que la niña usaba pocas veces, sólo cuando deseaba intensamente algo que su madre le negaba. Y siempre le había funcionado.
-Hija, es que…
Lilith fingió echarse a llorar y correteó un poco por el salón, lloriqueando lastimeramente. Finalmente Casandra dijo:
-Supongo que algo podré contarte. Ven aquí anda.
Lilith dejó de llorar ipso facto y se acercó a su madre, con su pequeño rostro resplandeciente de felicidad. Casandra estaba tan nerviosa buscando una excusa adecuada que n se fijó en este hecho.
-Bueno, hija…-finalmente decidió contarle parte de la verdad, ya que al principio de todo no habían pasado tantas cosas malas. Al principio, cuando todo le iba bien…pero lo que Casandra no sabía en aquel instante es que se concentraría tanto tantísimo en su historia que se lo contaría todo a su hija sin darse cuenta. Y así, empezó a contar su historia:
Todo comenzó hace mucho tiempo, cuando yo tenía quince años y vivía con tus abuelos y tu tío. Yo era una niña tan buena como tú, que salía de casa a clase y regresaba a casa sin meterme en lío. No deseaba más que hacerme mayor, casarme con un buen hombre y tener unos hijos preciosos, para criarlos en los preceptos de la religión cristiana. Preceptos que nadie cumpliría, porque nadie los cumple hija mía. Y los que lo intentan lo hacen mal, Jesús es el único que logró hacerlo bien, hija mía.
Mi vida comenzó a cambiar el día que conocí a tu padre. Tenía mi edad y era un muchacho encantador, de rasgos delicados de dios griego, abundante pelo castaño y ojos de fuego. Yo me enamoré de tu padre por culpa de esos malditos ojos de fuego, que me taladraban hasta en mis sueños, cuando más profundamente dormía.
Se fijó en mí desde el primer día. No sé como lo supe, pero de hecho lo supe. Era yo aquella a la que quería elegir. Y yo era feliz. Muy pero que muy feliz. Al principio todo podía parecer muy típico, una historia muy feliz, la del chico que conoce a la chica, ambos se enamoran y acaban juntos. Pero las cosas acabaron de un modo muy distinto.
Estuvimos juntos durante mucho tiempo, quizá un par de años, no sé. Tus abuelos estaban encantados con él, y con mi hermano se llevaba de maravilla. Nuestros padres nos vigilaban de vez en cuando en nuestras citas, y nosotros no hacíamos nada de lo que ellos pudieran lamentarse.
Pero todo comenzó a cambiar cuando él me mostró quién era en realidad.
Cuando me llamó un día a su casa para enseñarme algo que según él ya era hora de que supiera. Al principio pensé que era para pedirme matrimonio, pero desgraciadamente no era así. Aunque de todos modos iba a pedírmelo más tarde, de eso estoy segura, si no me hubiese marchado cuando me enteré de que tú estaban en camino, hija mía. Y ahora sabrás quién era tu padre.
¿Quién era? O mejor dicho, ¿qué era? Eso es algo difícil de explicar, pero al mismo tiempo es mucho más sencillo de lo que parece. Es bastante probable que no me creas cuando te lo cuente, y quizás sea mejor así. Quizás pienses que lo que estoy contando sea un cuento de hadas, pero tiene de verdad más de lo que ni tú ni yo podríamos habernos imaginado nunca jamás.
Tu padre me llevó de la mano a un lugar que parecía el Paraíso. Y me dijo que él era…
-¿Quién? ¿Quién? –dijo la niña insistentemente, muerta de curiosidad.
-¡Espera que ahora te lo digo!-exclamó Clara, demasiado concentrada en la historia como para acordarse de que no debía de contar aquello. Aunque una parte de ella le decía que no importaba, que tres años más tarde tendría que inventarse otra excusa porque su hija la acusaría de mentirosa, de haberle contado un cuento de hadas. Desgraciadamente, lo que le estaba contado era la verdad en estado puro. Absolutamente toda la verdad.
Tu padre se llamaba Niomisios, y era un semidios. Al principio no le creí, pero cuando vi lo que era capaz de hacer no pude refutar la verdad, ni engañarme a mí misma, tal como hacemos los seres humanos cuando queremos apartar los ojos de la verdad. ¿Qué qué era capaz de hacer? Casi todo lo que alcanza la imaginación, él y tu tío Aro, su hermano, eran capaces de hacer casi cualquier cosa. Y que no se te olvide, Lilith, pues lo digo en el sentido más literal.
Actuaban en otro mundo, en otra era. Podían viajar, destruir, matar, de todo…lo único que les impedía perder el control a su antojo era una persona que les daba las órdenes acerca de lo que debían hacer. Afortunadamente para mí y para ti, no llegué a saber quién era.
Y además, esos dos no eran semidioses del lado bueno. Eran del lado oscuro, pero un lado oscuro que no te puedes imaginar, ambos llegaban al límite del mal, de lo que nos podremos imaginar. Porque el mal no tiene límites, siempre puede llegar a caer más y más bajo, aunque no lo parezca. Increíble pero cierto, hija mía.
Yo no habría huido de casa si tu padre hubiese pertenecido al bando intermedio, o incluso si simplemente fuese del lado bueno, o alguien a quién el mundo de los mortales le importa un carajo, que sólo se pasaba por allí de puro aburrimiento y podía encontrarse de vez en cuando con algo agradable. En su caso, un posible amor.
Pero en cuanto supe lo que era capaz de hacer en realidad huí. Él lo supo, pero no me persiguió, lo último que pude oír de él fueron estas palabras “Ya volverás, mi querida Clara, ya volverás…”
Al cabo de unos días estuve a punto de hacerlo. Le echaba de menos, a pesar de todo. Le echaba tan dolorosamente de menos que a veces casi me dolía. Pero no volví. Mi sentido del honor no me lo permitía, me hizo mucho más fuerte de lo que pensaba.
Y de alguna forma estoy segura de que he sido una de las pocas. Aunque fue realmente gracias a ti como pude sobreponerme a esa tentación. El día que supe que tú estabas en camino supe que tenía que huir. Había además otras razones, como la de mis padres y mi hermano, tan católicos ellos, y el pueblo, y aquellas ideas que ya me son tan ajenas. Por todos esos motivos huí, pero sobre todo para salvarte. Porque no sé si habrás heredado algunos de los poderes de tu padre, parece que no, pero si lo llegas a hacer…espero haberte podido salvar entonces, que puedas usar tus poderes para ir por el buen camino. Y esa es la historia…
Clara se llevó la cabeza a las manos, saliendo poco a poco de ese hechizo. Estaba tan mareada que tardó un rato en darse cuenta de lo que acababa de hacer. Miró a su pequeña hija, que la miraba con la boca abierta, sin poder salir de su asombro. Entonces Clara se levantó de su silla y retrocedió, tapándose la boca con las manos, horrorizada ante lo que acababa de hacer.
-¡Lilith! Esto, yo…
Entonces Lilith se echó a reír.
-¡Por dios, mamá, menuda la has liado en un momento! ¡Y todo por no decirme que huiste de casa por culpa del catolicismo de los abuelos!
Entonces Clara se echó a reír también. Mejor actuar rápido.
-¡Claro que sí, hija! Hoy me le levantado con ganas de gastarte una broma. Tengo que tener la imaginación toda alborotada con lo que me dieron los señores Wright ayer. Venga hija, ve a tu cuarto a terminar de prepararte para tu fiesta de cumpleaños mientras yo voy a recoger tu regalo de cumpleaños, que ya tiene que haber llegado.
-Sí, mamá.
Ambas se marcharon a distintas direcciones. Clara suspiró aliviada, contenta de que la inocencia infantil del nuevo milenio no fuese ni por asomo la misma que la de antes, de cuando era ella niña. Eso facilitaba mucho las cosas.
Lilith subió a su cuarto aún con el fantasma de su risa en la cara. Entro en su habitación para ponerme una horquilla de mariposa. Pero entonces algo en ella cambió. La expresión de su rostro se volvió insondable, algo insegura.
Se asomó por la ventana y elevó una manita al aire. Cerró los ojos, pronunció unas pocas palabras y entonces en su mano aparecieron unas lucecitas de colore negro y dorado, una esfera perfecta.