martes, 7 de junio de 2011

Lilith



Tener un hijo no es fácil, y menos cuando vas a tener un hijo siendo adolescente. Aún no les he dicho nada a mis padres, y me da mucho miedo decírselo. Ellos son muy conservadores, demasiado, ¡y no hablemos de mi hermano! 
 Pero en el fondo no estoy preocupada por mí. Sé que me la voy a cargar, ya estoy acostumbrada a las broncas. Pero esta vez tengo miedo por el bebé, no quiero que sufra ningún daño, y estoy segura de que cosas como ésta son las que hacen daño a una criatura, las que la condicionan a que nazca desgraciada o con algún problema. Y eso no lo voy a consentir. Por encima de mi cadáver. Pero no sé lo que hacer, porque de un momento a otro lo tendrán que saber, ¡dentro de poco!
 Tengo que pensar. Me voy a la cama. Tengo que tomar demasiadas decisiones. Tal vez el típico método de consultar con la almohada me ayude.
 Casandra cerró su diario y lo guardó en su escondite de toda la vida, tras un peluche con forma de abejita. Luego se metió en la cama, tratando de dormir, a pesar de la preocupación que sentía. En cualquier otra situación no se habría molestado en intentar dormir, habría dado vueltas toda la noche por su habitación, rumiando la preocupación. Pero llevaba a una criatura en su interior. Y eso para ella era sagrado, a pesar del mal momento en el que le había tocado sobrellevar este embarazo.
  Durmió muy poco, no tuvo más remedio que levantarse al alba y peinarse sus cabellos rubios. Tenía un mal presentimiento. Pero trató de controlar sus nervios y bajó a desayunar.
 Su familia parecía tan feliz como siempre. Demasiado feliz.
-Casandra, ¡no te quedes ahí mirando! Ven a desayunar.
 Casandra hizo caso a lo que le decían y se sentó a la mesa, cavilando sobre lo que haría. Tenía todo un día para pensar. Solamente un día para tomar la decisión más importante de su vida.
  Fue el día más lento de toda su vida, lleno de una incertidumbre extraordinaria. Su amiga Erika la vio rara, pero no le dijo nada. No solía hacerle preguntas hasta que no hablaban por teléfono, entonces se ponía a hablar como un loro y no había quién la parase.
 No fue hasta la noche cuando tomó la decisión. Era la hora del crepúsculo, y su familia estaba en casa hablando de quién sabe qué cosa. Casandra salió corriendo de su casa y no paró hasta que llegó hasta el curso de un hermoso río que seguía su curso limpio y claro, como la vida en sus comienzos.
-Dios mío, esto es muy difícil… ¿qué voy a hacer?-se sentó a sus orillas a pensar. Se llevó las manos al vientre. En realidad no podía ser tan complicado. Tenía que pensar en la criatura, no en ella.  Debía hacer lo que se considerase mejor para la criatura. ¿Pero qué era lo mejor para la criatura? Casandra sabía muy bien que lo más probable era que sus padres le insistiesen en el aborto. Eran conservadores, pero desgraciadamente eran de esa clase de conservadores que van a una manifestación contra el aborto pero que luego hacen a sus hijas abortar para que nadie se entere de que han follado antes del matrimonio. Y eso a Casandra le repugnaba. Eso y la hipocresía, ambas eran las cosas que ella más odiaba en este mundo.
 Así que aquel mismo día tomó el tren hacia un destino desconocido,  un lugar del que no pensaba regresar jamás.
 He cogido todo el dinero que tengo ahorrado, que por suerte no es poco (tampoco es que sea una barbaridad, pero es suficiente para empezar), varias direcciones que saqué de internet, un par de manuales, algo de ropa y poco más, aparte de algunos recuerdos que aprecio. No me arrepiento de dejar a mi familia, por mucho que me pese. He de hacer lo mejor para la criatura. Y por mí misma, ya de paso. Estoy segura de que me hará mucho bien marcharme. Es triste saberlo, pero es cierto que sólo así podré perseguir mis sueños, o al menos intentarlo. La vida no es como la pintan en los cuentos de hadas, un mundo lleno de amor y ternura. En el banquete de la vida hay que luchar con uñas y dientes por hacerse un sitio, sino te echan para siempre. A pesar de todo, aún conservo esperanzas…
 El viaje fue muy largo, demasiado, lo bastante como para cansar a Cassandra. Lo único que le ayudaba era la sensación de seguridad que la iba embargando a medida que se alejaba del lugar dónde había vivido tantísimo tiempo. Estaba segura de que así podría encontrar su camino.
 Y finalmente llegaron. Aquella pequeña ciudad misteriosa que estaba llena de luz y color por el día, pero que por la noche se llenaba de una actividad extraordinaria. Era un lugar perfecto para que nadie la encontrara. Y un lugar en el que podría criar a su pequeña sin ningún fantasma que la atormentara.
  Encontró allí un trabajo de secretaria y se puso a estudiar por correspondencia, para poder ganar más el día de mañana y así poder criar mejor  su bebé. Encontró nuevos amigos, y pudo establecerse allí sin problemas.
 Y allí se quedó durante mucho tiempo. Y llegó el momento en el que la criatura nació. Ese fue sin duda el día más feliz de toda la vida de Casandra. La niña era preciosa, su piel era blanca como la nieve, sus ojos tenían una tonalidad dorada que recordaba al oro y su pelo era rojo como la sangre.
 Pero era extraño. Porque ni ella ni el padre, ni ninguna de sus familias tenían esos rasgos.
“Bueno, será una mutación genética. Mientras esté sana, lo demás da igual.” Pensó Casandra mientras acunaba a la pequeña en sus brazos. Poco más tarde le puso un nombre. Lilith. Sin duda sería un nombre adecuado para la pequeña, a pesar de no ser común.
 La pequeña creció en aquel lugar llena de amor y de alegría, sin ninguna pena que atormentase su corazoncito.
 Hasta que llegó el día en el que cumplió diez años.
-Mamá…-dijo la niña bajando por las escaleras de su pequeña casita-¿Puedes contarme una cosita?
-¿El qué, Lilith?-dijo Casandra levantándose de la mesa del salón.
-Quiero que me cuentes como conociste a papá.
 Casandra se quedó muda y sorprendida ante esa pregunta. Nunca antes le había hecho su hija esa pregunta. Sí, es cierto que le había preguntado años atrás dónde estaba su padre y el resto de la familia, pero ella le había dado a su hija unas breves y pocos informadoras respuestas que satisfacieron la curiosidad de la niña, por lo que nunca hubo problemas. Pero aquella pregunta era ya harina de otro costal.
-Esto…-Casandra vaciló más de lo que ella hubiese deseado. Le estaba costando bastante encontrar una respuesta adecuada, hasta que de repente echó mano a lo primero que se le ocurrió.-Será mejor que te lo cuente cuando seas mayor. Esas cosas son muy complicadas.
-¡No, quiero que me lo cuentes ahora! ¡Ahora, ahora, ahorita!-exclamó la niña corriendo hacia su madre y haciendo un puchero, cosa que pocas veces hacía.
-¡De eso nada, te he dicho que lo contaré cuando seas mayor y así será!
 Lilith hizo amagos de echarse a llorar y Casandra la miró consternada. Ese era un recurso que la niña usaba pocas veces, sólo cuando deseaba intensamente algo que su madre le negaba. Y  siempre le había funcionado.
-Hija, es que…
 Lilith fingió echarse a llorar y correteó un poco por el salón, lloriqueando lastimeramente. Finalmente Casandra dijo:
-Supongo que algo podré contarte. Ven aquí anda.
 Lilith dejó de llorar ipso facto y se acercó a su madre, con su pequeño rostro resplandeciente de felicidad. Casandra estaba tan nerviosa buscando una excusa adecuada que n se fijó en este hecho.
-Bueno, hija…-finalmente decidió contarle parte de la verdad, ya que al principio de todo no habían pasado tantas cosas malas. Al principio, cuando todo le iba bien…pero lo que Casandra no sabía en aquel instante es que se concentraría tanto tantísimo en su historia que se lo contaría todo a su hija sin darse cuenta. Y así, empezó a contar su historia:
 Todo comenzó hace mucho tiempo, cuando yo tenía quince años y vivía con tus abuelos y tu tío. Yo era una niña tan buena como tú, que salía de casa a clase y regresaba a casa sin meterme en lío. No deseaba más que hacerme mayor, casarme con un buen hombre y tener unos hijos preciosos, para criarlos en los preceptos de la religión cristiana. Preceptos que nadie cumpliría, porque nadie los cumple hija mía. Y los que lo intentan lo hacen mal, Jesús es el único que logró hacerlo bien, hija mía.
  Mi vida comenzó a cambiar el día que conocí a tu padre. Tenía mi edad y era un muchacho encantador, de rasgos delicados de dios griego, abundante pelo castaño y ojos de fuego. Yo me enamoré de tu padre por culpa de esos malditos ojos de fuego, que me taladraban hasta en mis sueños, cuando más profundamente dormía.
 Se fijó en mí desde el primer día. No sé como lo supe, pero de hecho lo supe. Era yo aquella a la que quería elegir. Y yo era feliz. Muy pero que muy feliz. Al principio todo podía parecer muy típico, una historia muy feliz, la del chico que conoce a la chica, ambos se enamoran y acaban juntos. Pero las cosas acabaron de un modo muy distinto.
 Estuvimos juntos durante mucho tiempo, quizá un par de años, no sé. Tus abuelos estaban encantados con él, y con mi hermano se llevaba de maravilla. Nuestros padres nos vigilaban de vez en cuando en nuestras citas, y nosotros no hacíamos nada de lo que ellos pudieran lamentarse.
 Pero todo comenzó a cambiar cuando él me mostró quién era en realidad.
 Cuando me llamó un día a su casa para enseñarme algo que según él ya era hora de que supiera. Al principio pensé que era para pedirme matrimonio, pero desgraciadamente no era así. Aunque de todos modos iba a pedírmelo más tarde, de eso estoy segura, si no me hubiese marchado cuando me enteré de que tú estaban en camino, hija mía.  Y ahora sabrás quién era tu padre.
  ¿Quién era? O mejor dicho, ¿qué era? Eso es algo difícil de explicar, pero al mismo tiempo es mucho más sencillo de lo que parece. Es bastante probable que no me creas cuando te lo cuente, y quizás sea mejor así. Quizás pienses que lo que estoy contando sea un cuento de hadas, pero tiene de verdad más de lo que ni tú ni yo podríamos habernos imaginado nunca jamás.
 Tu padre me llevó de la mano a un lugar que parecía el Paraíso. Y me dijo que él era…
-¿Quién? ¿Quién? –dijo la niña insistentemente, muerta de curiosidad.
-¡Espera que ahora te lo digo!-exclamó Clara, demasiado concentrada en la historia como para acordarse de que no debía de contar aquello. Aunque una parte de ella le decía que no importaba, que tres años más tarde tendría que inventarse otra excusa porque su hija la acusaría de mentirosa, de haberle contado un cuento de hadas. Desgraciadamente, lo que le estaba contado era la verdad en estado puro. Absolutamente toda la verdad.
 Tu padre se llamaba Niomisios, y era un semidios. Al principio no le creí, pero cuando vi lo que era capaz de hacer no pude refutar la verdad, ni engañarme a mí misma, tal como hacemos los seres humanos cuando queremos apartar los ojos de la verdad. ¿Qué qué era capaz de hacer? Casi todo lo que alcanza la imaginación, él y tu tío Aro, su hermano, eran capaces de hacer casi cualquier cosa. Y que no se te olvide, Lilith, pues lo digo en el sentido más literal. 
 Actuaban en otro mundo, en otra era. Podían viajar, destruir, matar, de todo…lo único            que les impedía perder el control a su antojo era una persona que les daba las órdenes acerca de lo que debían hacer. Afortunadamente para mí y para ti, no llegué a saber quién era.
 Y además, esos dos no eran semidioses del lado bueno. Eran del lado oscuro, pero un lado oscuro que no te puedes imaginar, ambos llegaban al límite del mal, de lo que nos podremos imaginar. Porque el mal no tiene límites, siempre puede llegar a caer más y más bajo, aunque no lo parezca. Increíble pero cierto, hija mía.
  Yo no habría huido de casa si tu padre hubiese pertenecido al bando intermedio, o incluso si simplemente fuese del lado bueno, o alguien a quién el mundo de los mortales le importa un carajo, que sólo se pasaba por allí de puro aburrimiento y podía encontrarse de vez en cuando con algo agradable. En su caso, un posible amor.
 Pero en cuanto supe lo que era capaz de hacer en realidad huí. Él lo supo, pero no me persiguió, lo último que pude oír de él fueron estas palabras “Ya volverás, mi querida Clara, ya volverás…”
 Al cabo de unos días estuve a punto de hacerlo. Le echaba de menos,  a pesar de todo. Le echaba tan dolorosamente de menos que a veces casi me dolía. Pero no volví. Mi sentido del honor no me lo permitía, me hizo mucho más fuerte de lo que pensaba.
 Y de alguna forma estoy segura de que he sido una de las pocas. Aunque fue realmente gracias a ti como pude sobreponerme a esa tentación. El día que supe que tú estabas en camino supe que tenía que huir. Había además otras razones, como la de mis padres y mi hermano, tan católicos ellos, y el pueblo, y aquellas ideas que ya me son tan ajenas. Por todos esos motivos huí, pero sobre todo para salvarte. Porque no sé si habrás heredado algunos de los poderes de tu padre, parece que no, pero si lo llegas a hacer…espero haberte podido salvar entonces, que puedas usar tus poderes para ir por el buen camino. Y esa es la historia…
 Clara se llevó la cabeza a las manos, saliendo poco a poco de ese hechizo. Estaba tan mareada que tardó un rato en darse cuenta de lo que acababa de hacer. Miró a su pequeña hija, que la miraba con la boca abierta, sin poder salir de su asombro. Entonces Clara se levantó de su silla y retrocedió, tapándose la boca con las manos, horrorizada ante lo que acababa de hacer.
-¡Lilith! Esto, yo…
 Entonces Lilith se echó a reír.
-¡Por dios, mamá, menuda la has liado en un momento! ¡Y todo por no decirme que huiste de casa por culpa del catolicismo de los abuelos!
Entonces Clara se echó a reír también. Mejor actuar rápido.
-¡Claro que sí, hija! Hoy me le levantado con ganas de gastarte una broma. Tengo que tener la imaginación toda alborotada con lo que me dieron los señores Wright ayer. Venga hija, ve a tu cuarto a terminar de prepararte para tu fiesta de cumpleaños mientras yo voy a recoger tu regalo de cumpleaños, que ya tiene que haber llegado.
-Sí, mamá.
 Ambas se marcharon a distintas direcciones. Clara suspiró aliviada, contenta de que la inocencia infantil del nuevo milenio no fuese ni por asomo la misma que la de antes, de cuando era ella niña. Eso facilitaba mucho las cosas.
 Lilith subió a su cuarto aún con el fantasma de su risa en la cara. Entro en su habitación para ponerme una horquilla de mariposa. Pero entonces algo en ella cambió. La expresión de su rostro se volvió insondable, algo insegura.
 Se asomó por la ventana y elevó una manita al aire. Cerró los ojos, pronunció unas pocas palabras y entonces en su mano aparecieron unas lucecitas de colore negro y dorado, una esfera perfecta.


miércoles, 4 de mayo de 2011

Ángel del infierno.


-¿Pero cómo que no saben nada? ¡Tienen que saberlo! ¡Llevan meses buscando y ni una puta pista! ¿Ustedes qué sois, policías o gilipollas?-gritó furioso un hombre.
-¡Cálmese, señor, qué ya encontraremos alguna pista sobre el paradero de un esposa!-dijo el policía uniformado fríamente, pero tratando de calmar al hombre furioso. Le echó un rápido vistazo al cartel de DESAPARECIDA en la pared de la comisaría. Una mujer joven y sonriente le devolvía la mirada. Una mujer qué a saber dónde estaría.
-Y ahora, váyase si no quiere que lo arrastren.
-Me iré, ¡pero cómo no hagan algo ya les juro que entro y les reviento a ostias!-gritó el hombre antes de salir a zancadas de la comisaría. Cuando se montó en su coche dejó caer la cabeza en el volante y se echó a llorar.
  Ese hombre se llamaba Daniel, y su esposa llevaba meses desaparecida. Había hecho todo lo que había podido, había llamado a la policía, había colgado carteles por todas partes, había preguntado a todo el que se le ponía por delante y…nada, ningún resultado, ninguna maldita pista acerca de su paradero. Ni muerta ni viva. Pero a Daniel le daba la sensación de que no habían hecho lo suficiente, de que no se habían preocupado todo lo que se tenían que haber preocupado, ni hicieron apenas nada. Eso, aunque triste, es muy fácil de saber. Y Daniel no era el único que lo sabía.
-Helena, querida, ¿dónde estás? ¿Qué ha sido de ti? ¿Por qué has tenido qué hacerme esto…? –se enjugó las lágrimas porque vio a gente en el aparcamiento. Y entonces, mientras arrancaba el coche, se puso a pensar. Había sido una desaparición muy extraña. Helena había salido un día a trabajar y no había vuelto, y ni siquiera había llegado al trabajo. Imposible que se hubiese fugado porque no se había llevado NADA, y no tenía motivos para hacerlo, porque llevaba una buena vida, un buen trabajo, una buena familia, un marido a quién amaba…ni tampoco señal de enfermedad mental ni nada por el estilo. Si hubiese algún motivo por el que se hubiese marchado, por lo menos habría avisado, y ni siquiera su familia sabía nada. Es más, su familia ya la lloraba como si hubiese muerto. Pero Daniel se negaba a aceptarlo.
 “No puede estar muerta, ¡no puede estarlo! Me niego a rendirme cómo los demás. Me niego, me niego, me niego…”
 Ese me niego se repetía constantemente en su cabeza, cada vez más insistente, de tal forma que le daba la sensación de que se volvería loco. Pero aquel día de otoño fue distinto. Fue muy distinto porque tuvo una idea, y de inmediato tomó una resolución desesperada.
 No tenía ni idea de si iba a funcionar, y no quería pararse a pensar en ello, ya que las esperanzas ya casi se habían desvanecido. Es más, era lo único que podía hacer ahora. Una idea que le daba un rayo de sol a su frustrado corazón.
“Está bien, pues lo haré”  dicho y hecho dio media vuelta y se fue a la dirección contraria a la que había ido antes, en dirección a un lugar al que él no se imaginó que fuese a ir jamás…
-Vaya, vaya, menuda sorpresa…nunca pensé que te veía por aquí…-dijo alguien que estaba tras una cortina dorada.
-Ni yo tampoco, vaya, pero voy a ir directamente al grano. He oído por ahí que usted puede ayudarme-dijo Daniel descorriendo la cortina dorad y mirando a quién había hablado.
-Supongo que no hace falta ser adivino para saber que vienes a que te ayude a buscar a tu esposa…ha salido en todas las noticias…un caso muy extraño, la verdad. Ven, siéntate aquí.
 Daniel se sentó en la enorme butaca roja que le había señalado la figura de la capucha negra. Estaba muy decidido, aunque aún dudaba mucho de lo que debía de hacer yendo a un lugar que había visto en sueños hacía poco, insistentemente. Más concretamente desde que desapareció su esposa.
La figura se quitó la capucha y le sonrió de forma encantadora. Una mujer  pelirroja con gemas brillantes en el pelo le miraba con curiosidad, como si aquella visita le hubiese sorprendido. Sin embargo, sabía muy bien lo que tenía que hacer.
-De todos modos me alegro que hayas venido. Sé dónde está tu esposa, me puse a buscarla desde que me enteré de su desaparición, pero no dije nada por motivos que no te creerás…
 Daniel abrió mucho los ojos sorprendido. ¿Cómo qué sabía dónde estaba su mujer? ¿Sabía dónde se había metido todo ese tiempo y no le había contado nada a NADIE? Se sintió tan furioso que estuvo a punto de levantarse y de replicar, pero la mujer volvió a hablar:
-No he dicho nada, porque a tu esposa se la han llevado…para convertirla. Pero mira, teniendo en cuenta como están las cosas por aquí creo que será lo mejor que lo veas con tus propios ojos. Sólo así serás capaz de asimilar la verdad. Haz un viajecito por el Amazonas, más concretamente por la frontera, dónde hay más gente, y paséate por allí alrededor de las dos de la madrugada…allí podrás ver todo lo que ha pasado. Pero si quieres salir con vida allí bébete esto-la mujer le dio un frasco dorado burbujeante a Daniel. -Ya sé que esto suena MUY raro, pero si amas a tu esposa de verdad y no puedes perderla ve, porque nadie más va a poder encontrarla. Y es lo único que vas a poder hacer ahora. Si necesitas ayuda me llamas por teléfono y ya te diré lo que tienes que hacer. Y ahora lárgate, que tengo mucho trabajo.
 Dicho y hecho, la mujer echó de allí a Daniel, cerrando su gabinete. Daniel se quedó tan sorprendido que no le dio tiempo ni a hacer preguntas. Miró el frasco que le había entregado atentamente durante un buen rato y luego regresó a casa, con todo un mar de pensamientos rondando por su cabeza.
 Estaría loco si seguía los consejos de esa mujer. No sabía ni siquiera por qué se había arriesgado en acudir a ella. Quizás por desesperación. Por temor. Por desesperanza. Por impotencia. ¡O quién sabe por qué!
   Se pasó toda la noche pensando, sin notas ni siquiera el sueño. Había tantas cosas que no había hecho, echaba tanto de menos a su esposa…y había tan poco que él pudiera hacer…Es más, ya casi no había nada por hacer allí, ya casi todo el mundo daba a Helena por muerta.
Helena…Helena…
 Y entonces, llevado por el dolor y el miedo, tomó la decisión de hacerlo. Partiría al Amazonas cuanto antes.
 Y sí, se atrevió a hacer lo que nadie habría hecho en su sano juicio, o al menos eso es lo que pensaron su familia y sus amigos, aparte de todos sus amigos. No se dejó convencer por nadie para quedarse, de que el viaje era una locura. Pidió dinero prestado y partió a la semana siguiente. Lo dejó todo atrás en su última esperanza para encontrar a su esposa.
 Llegó en unos pocos días al Amazonas, justo al lugar dónde le había dicho la mujer. Se habría sentido asombrado de las maravillas de aquel lugar si no hubiese estado tremendamente preocupado, porque la magnificencia de aquel lugar no podía pasarle desapercibida a cualquiera. Llamó  la mujer para decirle dónde estaba y preguntarle adonde tenía que ir más concretamente y ella se lo dijo. Un lugar escondido y grande, por el que nadie, ni siquiera la policía de la aduana, pasaba. Y allí fue, esperando a la noche.
 Esperó con paciencia, sin sentirse como un estúpido, ni siquiera confundido. Le importaba muy poco quedar así, la emoción predominante en él era la desesperación y el temor, pero también la incertidumbre. Se escondió en un árbol por si acaso y entonces, poco después de la hora que la mujer le había indicado…ocurrió algo.
 Un grupo de personas apareció en aquel lugar, cerca de dónde se hallaba él escondido.  Cinco personas, tres hombres y dos mujeres, todos muy pálidos y con capuchas negras.
-¿Por qué siempre tenemos que reunirnos en aquel lugar?-preguntó una de las mujeres con tono de claro fastidio.
-Aquí nadie nos descubrirá, Helena.-le respondió la otra mujer. Entonces Daniel, extrañado, se fijó más en la primera que había hablado. Aquella mujer era muy pálida y hermosa, pero de alguna forma le recordaba  su esposa…el mismo pelo, la misma mirada brillante, la misma figura…pero no, no podía ser ella.
 Entonces se fijó en el collar que llevaba puesto. ¡Era el collar que él le había regalado cuando se casaron! Lo supo porque brillaba mucho y porque estaba seguro de reconocerlo en cualquier parte.
 Pero entonces… ¿qué demonios pasaba ahí? No podía ser ella, ¡no podía ser! Daniel la miró fijamente, como si quisiese memorizar aquel rostro. Pero entonces, cuando uno de los hombres habló, supo lo que pasaba:
-Mi querida Helena, desde tu transformación no paras de quejarte…mira, he olido algo que te animará.
 Entonces se acercó al árbol dónde estaba Daniel escondido y lo agitó. Lo agitó tan fuerte que tiró a Daniel al suelo, descubriéndolo ante los demás. Daniel no se lo podía creer, pero la sospecha era ya casi una certeza. A pesar de todo, le costaba mucho asimilar semejante cosa.
-Mira, un aperitivo-dijo otro de los hombres.
-¿He…Helena?-tartamudeó Daniel, sin apartar la mirada de ella, sin importarle la mirada hambrienta que le lanzaron los demás.
 Ella se acercó a él, mirándole fijamente.
-¿Te conozco de algo? Es cierto que me resultas muy familiar…-no era de extrañar. Daniel sintió, en alguna parte de su corazón, que aquella mujer era su amada esposa. Aún cuando su aspecto hubiese cambiado tanto. Aún cuando aquella voz celestial distase mucho de parecerse a la de ella. Pero había detalles fundamentales que sólo Daniel conocía, que le hicieron reconocer a aquella mujer.
 Y pronto estuvo seguro.
-¡Helena! Eres tú… ¡sé qué eres tú! ¿Es qué no me recuerdas? ¿Qué te han hecho?-Daniel se levantó y le acarició la mejilla suavemente, sin poder evitarlo. Ella vaciló un poco, pero no retrocedió.  Parecía sorprendida y curiosa.
-Pero…yo no…-tartamudeó ella tratando de recordar. Pero uno de sus amigos pareció adivinar lo que pasaba.
-¿Es que no lo ves, Helena? Este hombre debió de ser tu novio o tu marido cuando eras humana…es conmovedor saber qué te amaba tanto como para venir hasta aquí a buscarte…-dijo él en un tono aburridamente meloso.
-¿Mi marido? Ahora que lo pienso…-Helena lo reconoció, pero no pudo recordar nada más.-Daniel, Daniel…estás aquí, no me puedo creer qué…dios mío.-Helena no parecía encontrar las palabras adecuadas para expresar el remolino de sentimientos que se arremolinaron en su cabeza.
-¿Qué te han hecho, Helena? Volvamos a casa, por favor.
-No puedo volver a casa, Daniel. Así no. Y no me preguntes si hay remedio porque no lo hay…
-Helena, no creo que sea necesario ocultarle esto a tu marido.-dijo la otra mujer.-de todos modos, él no va a poder volver a casa, habiéndonos visto ya.
-¡Pero no puedo matarlo! Tengo sed pero… ¡es mi marido!
-Bueno, nadie te obliga a matarlo. Si quieres puedes convertirlo en uno de nosotros… si te amaba tanto como para venir aquí a buscarte creo que el pobre se merece una oportunidad, ¿no crees? –dijo el hombre de la voz aburrida y melosa, poniendo una mano en el hombro de Helena.
-No sé…
-Pero, ¿qué demonios? No entiendo nada…dijo Daniel, sin separarse de Helena.
-No hay mucho que explicar. Dentro de poco sabrás lo que somos. Tienes que saberlo ya, porque a casa no puedes volver…pero mira, al menos has logrado lo que querías. Si no te gusta, piensa que por lo menos has logrado lo que querías. Has encontrado a tu esposa…bueno, Helena, tú decides y…si lo haces, ¡serás tú la que le convierta!-tras decir esto todos los amigos de Helena se apartaron, colocándose juntos en una zona del bosque, expectantes. 
 Helena colocó ambas manos a cada lado de la cara de Daniel, quién seguía pareciendo muy confuso.
-Helena, ¿qué está pasando…? ¿Qué vas a hacerme?
-Si quieres volver a casa tendrás que dejarme aquí.
-Sabes que no lo haré. Te quiero demasiado.
-Pues entonces estate quieto. Ya es tarde para arrepentirse.
 Helena se acercó cada vez más y más hasta el cuello de Daniel y entonces…sintió como ella le mordía en el cuello. Daniel gritó de dolor, pero luego, a los pocos segundos, supo lo que estaba pasando. Lo que le habían hecho. Qué sería aquello en lo que se convertiría.
 Y sorprendentemente lo aceptó. Estuvo dispuesto a aceptar esa muerta con tal de no abandonar a su esposa, con tal de no regresar a casa y vivir durante lo que le quedaba de vida arrepentido.
 Y se sintió agradecido,  pesar del infierno que se sucedió después.
 Helena lo abrazó con dulzura, tratando de recordarle mejor, pero sintiéndose querida por aquel hombre que había ido hasta el Amazonas sólo para encontrarla, un hombre del mundo real que se había arriesgado de aquella forma.
-No te preocupes…el dolor pasará…
-Helena…deberíamos irnos de aquí…dejemos a tu marido bien guardadito en la cabaña hasta que se complete la transformación…allí no le verá nadie…
-De...
 Pero no pudo terminar lo que estaba tratando de decir porque del bosque emergieron unas figuras con capucha negra que les eran muy familiares a todos.
-¿Qué hacéis vosotros aquí…?-dijo uno de los amigos de Helena, retrocediendo junto a los otros dos hombres.
-Venimos para cobrarnos una deuda-dijo una de las figuras, una voz masculina que parecía la voz de un ángel, pero que estaba teñida de una extraña amargura y…sí, superioridad.
 Las figuras avanzaron hacia ellos y les contemplaron con curiosidad, como si estuviesen tasándolos. Y entonces dijeron:
-Estos dos se vienen con nosotros…cogieron del brazo a Helena, que de repente parecía muy asustada. Y a Daniel le llevaron igual, aunque parecía un zombie moribundo, encogido por el dolor y el miedo.
 Daniel no podía hablar ni decir nada, sólo sentir aquel extraño dolor y ver cómo se los llevaban a él y a su esposa a un lugar que jamás se habrían imaginado que iban a ver. Y ambos desearían aquel entonces no haberlo visto jamás.

domingo, 1 de mayo de 2011

Una leyenda


-Vaya, hombre, yo juraría que había visto algo…
-¡Bobadas! ¡No han sido más que imaginaciones tuyas! ¡Volvamos adentro!
 Una pareja joven regresó a su casa sin darle más vueltas al asunto. El pueblo a aquellas horas estaba todavía en calma, ya que apenas había acabado de amanecer.  Y la casa encantada seguía allí, imponente,  y sobre todo abandonada.
 Por allí llevaban días comentándose lo que había pasado hacía ya muchos años.  En realidad no había sido hacía tanto, pero a ellos se les hacía una eternidad. No era de extrañar, ya que había algo tan increíble, tan…poderoso que les parecía casi irreal.
 Pero de hecho no lo era.
 Aquella casa, que se encontraba casi a las afueras del pueblo y que presidía su entrada, era enorme y magnífica. Hermosísima, llena de finos adornos, como si hubiese estado dibujado por un dios, o quizás por un ángel. Pero ni mucho menos tenía que ver con lo religioso. Aquella hermosura era muy distinta. Demasiado quizás.
 Era una mansión imponente, altísima, con varios tejados con una forma bastante extraña y complicada y con un rico jardín que parecía sacado de un trocito del Edén.  Nadie en el pueblo conocía su interior, a pesar de que todos y cada uno de ellos se morían de ganas, aunque no lo admitieran.
 Nadie sabía lo que pasaba allí dentro, pero se hacían conjeturas y sacaban toda clase de conclusiones. Había vivido gente allí durante muchos años.  Generaciones.  Más concretamente una familia conocida como Wasenbell.
  No las conocieron mucho, pero les parecieron muy agradables. Simpáticas, sí, pero misteriosas. De los hombres ni hablemos, ya que había pocos hombres en esa familia. Al menos que ellos supieran, ya que no tenían ni idea de nada de lo que había pasado.
  Sabían muy poco. Si había una cosa que sabían con certeza es que los Wasenbell habían vivido muy felices en aquel lugar, y durante muchos años. Había veces en las que varias niñas pequeñas se paseaban con el pueblo y se mezclaban con la gente, jugando entre ellas. Eran esos los pocos recuerdos que conservaban de su contacto con es familia.
 Pero todo cambió una noche…aquella noche en la que ocurrió algo que nadie se imaginó que pudiese suceder jamás. Que no debería haber sucedido, además.
  Había sido una noche de terror, fascinación, y muerte, pero sobre todo de misterio. ¿Qué habría pasado? ¿Por qué? ¿Estarían ellos en peligro?
 Se contaron muchas leyendas respecto a lo que pasó aquella noche, y aún años después se lo seguían preguntando. Pero llegó el momento en el que alguien decidió que ya era la hora de averiguar lo que había pasado.
 Alguien…o mejor dicho tres personitas.
 -¡Vamos, Tom!-chilló una niña de siete años-¡O nos descubrirán!
-No estoy muy seguro de si quiero seguir haciendo esto… ¿y si nos pillan?-dijo un niño de pelo negro y rostro redondo un poco mayor, que retrocedió un par de pasos.-
-¡No van a descubrirnos! ¡Aquí no viene nunca nadie! Ni siquiera se darán cuenta de que nos hemos ido, ¡vamos!-replicó la niña corriendo hacia Tom y arrastrándolo del brazo. Allí se encontraron con una niña de siete años que les miraba y se reía.
-¡Estáis como una cabra! ¡Tom, Julieta, vamos!-entonces esa niña rubia, de unos cinco años salió corriendo hacia la casa, dejando atrás a sus hermanos.
-¡Luna, espéranos! –los otros dos niños corrieron tras ella, algo temerosos por su hermanita pequeña.
 Pero  dicho y hecho no tardaron en encontrarse en aquella vieja mansión. 
 Los tres niños soltaron exclamaciones de asombro al ver aquella mansión más de cerca. Era mucho más impresionante de lo que ellos se habían imaginado, y la impresión se había más grande debido a la corta edad de los tres niños. Tuvieron que vencer su asombro y entrar dentro. La “verja” estaba rota desde hacía mucho, por lo que encontraron ninguna dificultad para entrar.
 -Este jardín es enorme… ¡hay de todo! Me están entrando ganas de jugar en ese árbol. Es tan alto que me da la sensación de que podría caerme o balancearme sobre una rama muuy alta.-dijo Julieta.
-Tal vez podamos hacerlo luego-susurró Tom mirando a su alrededor maravillado-Cuando exploremos esto. Me da la sensación de que somos los primeros en entrar aquí. Aparte de la familia, claro.
-¿Crees que habrá algún fantasma?-dijo la más pequeña, temblando un poco ante la visión de un montón de fantasmas acechándolos.
-¡Eso es ridículo! ¡Los fantasmas no existen! ¡Al igual que Papá Noel! –Julieta se arrepintió de decir esto casi de inmediato, porque su hermanita pequeña se echó a llorar amargamente.
-¡Mira lo que has hecho, Julieta!-dijo Tom abrazando a la pequeña Luna, que seguía llorando desconsoladamente.
-¡Bueno, de todos modos algún día tenía qué…
 Nunca llegó a decir lo que quería decir porque oyeron un sonido que les hizo dar un respingo a los tres. Un sonido que se les antojó de ultratumba, y que procedía del interior de la mansión.
-¿Crees qué…deberíamos comprobar de dónde procedía ese ruido?-le preguntó Julieta a su hermanito mayor.
-Supongo que sí. Para algo hemos venido, ¿no crees? Además, ya os he dicho que no puede haber peligro. Aquí ya no hay nadie, ¡nadie! No hay peligro.
 Las palabras de Tom tranquilizaron un poco a las dos niñas, pero el pequeño Tom siguió inquieto. Pero no dijo nada. A su corta edad, se negaba a preocupar más a sus hermanitas pequeñas.
 Y entonces los tres buscaron la forma de entrar en la casa, ya que las puertas estaban cerradas, y ninguno de los tres alcanzaba el pomo de la puerta. Lo intentaron dando muchos saltitos, pero no lo lograron y corretearon alrededor de la casa, de aquel jardín sin retorno y lleno de oscuros secretos, un lugar en el que entrar.
 ¡Y no les llevó mucho rato! Todo fue por obra de la casualidad. Luna se acercó mucho a la pared, y así, de repente, se tropezó. Tropezó y se cayó por una trampilla que la llevó al interior de la casa. Sus hermanos corrieron hacia ella, llamándola y buscando la trampilla, hasta que su vocecilla infantil dijo:
-¡Estoy aquí, chicos! ¡Ha sido como deslizarle por un tobogán! Es más, creo que es un tobogán.
 Entonces los otros dos niños encontraron la trampilla y se deslizaron por ella, dando grititos de alegría. Ya allí, miraron a su alrededor y se sorprendieron. Y mucho.
 ¡Aquel lugar era enorme! Mucho más de lo que sus mayores les habían contado, quizá más de lo que ellos se habían podido imaginar. Era un salón elegante, MUY elegante. La oscuridad y el abandono la inundaban, pero a pesar de eso era sencillamente magnífica, con su lámpara de araña, sus cuadros tapados por el polvo  y figuras extrañas que los niños no supieron identificar, pero no les costó nada deducir que en un pasado no muy lejano fueron magníficas.
  Pero a pesar de eso era triste. Muy pero que muy triste ya que era el abandono lo que predominaba allí. No había ningún alma, el polvo y las telarañas cubrían suavemente aquellos objetos, y el aire de abandono les dio ganas de llorar, sobre todo porque en el ambiente perduraba además un aura muy misteriosa, el fantasma de unos recuerdos que amenazaban con desaparecer.
-Esto no me gusta nada…-dijo Luna.
-¿Estás asustada, hermanita?-dijo Tom cogiéndola de la mano con cariño.
-No, ¡y no quiero irme! Pero es muy raro…
-No te preocupes, aquí no hay peligro, ¡ningún peligro!-Tom se esforzó en olvidar aquel ruido, al igual que Julieta, pero Luna no lograba olvidarlo.
    Y entonces los tres se quedaron en silencio, y subieron por las enormes escaleras que se alzaban ante ellos, y que conducían al piso de arriba. A uno de los supuestos nueve pisos que había en aquella casa. Intentando no hacer ningún ruido, a pesar de que estaban seguros de que no había nadie por allí.
 Imperaba el mismo abandono por todas partes. El mismo polvo, el mismo fantasma que amenazaba con desaparecer pero que se negaba a morir. Las habitaciones de aquella casa estaban llenas de una belleza extraordinaria, los cuadros parecían haber estado pintados por un ángel, y en ellos aparecían escenas de bailes, campos bajo la luz de la luna, un lago, varias familias, rostros desconocidos, hechos sorprendentes…de todo.
 Había mucho más por ver, pero todo estaba recubierto por el polvo y por el abandono. Los tres niños no tendrían más remedio que ponerse a buscar entre el polvo algo que les ayudase a encontrar una pista acerca de qué era aquello que había ocurrido hacía apenas unos pocos años, aquello que había sucedido incluso casi antes de que ellos nacieran.
 Y eso fue justamente lo que hicieron. Los tres pequeños acordaron dividirse y buscar en lugares distintos de la casa. Tom se quedó en la habitación en la que habían entrado primero, aquella que daba a las escaleras y que daba la impresión de ser una especie de pequeña biblioteca.  Julieta se marchó a una de las habitaciones del tercer piso, a un lugar que debió de ser una vez la habitación de uno de los miembros de la familia. Más concretamente de una chica joven, ya que había un único retrato polvoriento en el que se podía ver el rostro de una muchacha de facciones delicadas y figura elegante y delgada. Lo único que se podía ver claramente eran sus ojos, aquellos preciosos ojos azules que parecían brillar como el zafiro.
 Y Luna regresó al vestíbulo, pues allí había mucho que ver.  De algún modo le daba la sensación de que podía haber sido allí dónde había ocurrido todo en realidad, ya que era dónde el abandono y la destrucción eran más acusados.
 Y el aura de misterio también.
  Tom no encontró nada que le lograse hacer sacar alguna pista. Era posible que hubiese alguna, pero se le escapó, al igual que pasó con Julieta. Ambos niños encontraron muchas cosas y les quitaron el polvo. Había cosas como libros antiguos, prendas, algunos instrumentos musicales, unos libros más raros todavía, hierbas, objetos que no supieron identificar…pero no lograron sacar nada en claro acerca de lo que estaban buscando.
 Pero eso sí, lograron sacar algunas conclusiones acerca de la vida que se había vivido allí. Y ante eso no pudieron sentir más que pena. Pena y una envidia dolorosa. Muy dolorosa.
  Luna mientras tanto no buscaba de manera tan exhaustiva como sus hermanitos mayores. La niña canturreaba y bailoteaba por todo el vestíbulo, habiéndose olvidado ya del miedo y cogiendo de vez en cuando alguna que otra cosa. De alguna forma allí se sentía feliz, pero ella misma no hubiese sabido decir el por qué.
 Y al cabo de un rato, cuando se enredó en una de las cortinas, oyó de nuevo aquel ruido.
 Luna dio un respingo y estuvo a punto de chillar de puro susto, pero se enredó con las cortinas y se cayó al suelo, de tal forma que su grito quedó ahogado. Esta vez el ruido había sonado cerca. Demasiado cerca.
 La pequeña se desenredó de entre las cortinas y se levantó, apartándose el pelo de la cara y sacudiéndose un poco el polvo, para poder ver si podía encontrar el origen de aquel sonido. Y de hecho lo encontró, mucho antes de lo que ella hubiese querido. Estaba allí, delante de ella…
-Osea, que al final no has sacado nada en claro…-dijo Julieta.
-Pues no-dijo Tom, apesadumbrado.
-Entonces deberíamos ir a por Luna e irnos ya a casa.
-De acuerdo. Por cierto, hace mucho rato que no la vemos, espero que no le haya pasado na…
 Un grito de puro espanto asustó a los dos niños. Un grito que procedía del vestíbulo.
-¿Qué ha sido eso?-preguntó Julieta, asustadísima.
-¡Luna tiene problemas! ¡Tenemos que buscarla YA!-gritó Tom cogiendo a Julieta de la mano y saliendo disparado hacia el vestíbulo…

…y cuenta la leyenda que lo que pasó en aquellos momentos fue algo que ninguno de los tres olvidaría jamás. Sobre todo, porque los dejaría marcados para siempre. Cuando Tom y Julieta llegaron al vestíbulo, vieron a su hermana pequeña oculta tras un  velo rojo como la sangre, un velo que parecía conducir a otro mundo. A su alrededor había varias figuras que sonreían de una forma bastante extraña. Figuras que no pertenecían a aquel lugar, como los niños supieron nada más verlas. Es más, supieron al instante que estaban delante de los que habían provocado aquel desastre…
  Los tres hermanos recuerdan que las figuras entonaron un canto siniestro e hicieron levantar un viento que traía trocitos de cristal que brillaban como estrellas. Trocitos que se posaron en el pelo de la pequeña Luna.
   Eran figuras siniestras, pero llenas de una extraña hermosura que les aterró aún más. Pero más se horrorizaron cuando una de aquellas figuras, que parecía ser de una mujer, cogió a Luna en brazos y se la llevó de allí. Tom y Julieta estaban tan asustados que no fueron capaces de moverse ni de correr hacia su hermana…. Lo que vieron después de aquello fue algo que no lograron entender pero que no olvidarían jamás, ni siquiera en el último instante de su vida.
  Y lo siguiente que recordaron después es que los dos quedaron inconscientes y se despertaron en su casa. En el jardín de su casa, más concretamente.  Buscaron a su hermanita pequeña a gritos, temerosos todavía de avisar a sus padres, que todavía no se habían dado cuenta de su desaparición. Y entonces Luna apareció… ojerosa y pálida, con la mirada perdida pero seria y callada.  No parecía tan asustada como sus hermanas. Les miró sin decir nada y antes de que sus hermanos se acercasen a ella para asegurarse de que estaba bien entró en su casa, e hizo como si no pasara nada.
 Julieta y Tom acordaron no decir nada a sus padres, al menos no por el momento, hasta que se asegurasen cómo estaba su hermana. Julieta, tras aquel acuerdo, entró en casa y Tom se asomó al pueblo, suspirando. Habían sido muy valientes, estaba seguro de que otros niños no habrían mantenido la compostura como ellos. Pero le daba la sensación de que la cosa no acababa ahí, de que habían cometido un error muy grave al adentrarse en aquella mansión. Pero sobre todo aprendió una lección muy valiosa.
 Hay cosas que es mejor no saber. Nunca jamás.

viernes, 29 de abril de 2011

El infierno de Judas.

   Era una noche muy, muy oscura. No había ninguna estrella en el cielo, y la luna no se había dignado a asomarse. Gabriella cerró los ojos durante un instante y suspiró. No tenía miedo, pero se sentía muy insegura. Más insegura que nunca.
 Se apartó del rostro unos cuantos mechones  de pelo color castaño dorados y avanzó, sin detenerse, por aquel paraje secreto que la conduciría a un lugar que ella había desconocido desde siempre.
 Y al fin llegó. Se encontró delante de unas puertas de hierro imponentes como la mismísima noche, invitándola a entrar, como una tentación irresistible.
 “Sé que me está esperando, pero… ¿y si me…hace daño?” pensó. No quería ni imaginarse lo que pasaría si se lo hiciese. Pero muy pronto apartó de su cabeza esas oscuras ideas. Lo mejor sería no pensar en aquello durante un rato.
 Así que abrió las enormes verjas y entró.
 No parecía tan terrible como se lo había imaginado. Un lugar siniestro, como un cementerio, en el que la muerte acechaba por todas partes. Sin embargo, tenía un matiz que Gabriella no había conocido antes. En aquel lugar se respiraba un ambiente de sereno orgullo. En aquel pequeño paraje lleno de árboles oscuros por la noche, arbustos que se mecían con la suave brisa y rincones secretos que pedían a gritos ser descubiertos. Había flores por todas partes, enredadas en los árboles y esparcidas por el suelo. Flores negras y violetas. Que brillaban como si estuviesen hechos de puro cristal.
  Allí se estaba preparando algo que Gabriella ansiaba conocer. La muchacha se apoyó en un árbol  y cogió un par de flores. Las toqueteó distraídamente mientras esperaba.
 Y, pasado un rato corto, llegó aquel a quién estaba esperando.
 Una sombra que emergió de los árboles hasta detenerse, imponente, a unos pocos pasos de ella. Era un hombre Alto, muy alto, y de facciones duras. Su pelo era rojizo, y sus ojos tenían un brillo extraño, que mostraban una edad mucho mayor de lo que aparentaba. Sus ojos eran también rojos, y su piel era pálida. Además, era escandalosamente atractivo. Siempre lo había sido.
 Pero Gabriella sabía muy bien que aquel hombre no era un vampiro.
-Te estaba esperando, Simon.
-Ya. Sabía que serías lo bastante idiota como para venir hasta aquí para verme. –dijo él con su voz sensual y ronca, tan dura como él mismo, pero de ultratumba.
-Ya me conoces. Quiero que me digas la verdad.-respondió ella con una sombra de vacilación en su voz. Estaba muy segura de lo que iba a hacer, a pesar de su miedo.
-¿Quieres que te cuente todo lo que hacemos aquí? ¿Quieres saber lo que tenemos planeado? ¿Lo que soy de verdad? ¿Y piensas que te lo voy a contar todo tan fácilmente?-replicó Simon apoyando ambas manos a cada lado del árbol en el que se encontraba apoyada Gabriella.
-No, pero…-dijo ella con la voz temblando.
-Ni peros ni nada. No pienso contarte nada de lo que está pasando. Alguien con tu vida y tu inocencia no debe saberlo.
 Gabriella frunció el ceño al oír la palabra inocencia. Negó de un lado para otro con la cabeza y trató de zafarse de Simon, pero no pudo, así que le exclamó enfadada:
-¡Y yo estoy harta de ser inocente! Estoy ya harta de ser quién soy, de estar alejada de mis sueños, de lo que podría hacer…de ti.
  Gabriella no había pretendido decir esto último. No, señor, no había pretendido hacerlo. Cerró los ojos e hiperventiló. Luego los abrió y le vio a él mirándola fijamente. Parecía un poco sorprendido. Sólo un poco.
-Entonces haces esto por lo que creo que lo haces…por amor.
-No exactamente-confesó ella-No quiero que me confundas con esa clase de chicas de novela que lo arriesgan todo por amor…no soy así, en serio…-deseaba creérselo mucho más de lo que estaba dispuesta a confesar, pero se sintió así. Llevaba demasiado tiempo sintiéndose así.
-Ay, Gabriella, mi querida Gabriella…-suspiró Simon con tristeza, sacando las manos del árbol.
-Por favor…necesito saberlo, de verdad.
-Deberías saber que las vidas humanas se arreglan. Si sabes cómo activar el botón adecuado, las cosas se arreglarán, siempre ha sido así.-dijo él con tristeza, como si estuviese intentando cambiar de tema.
-Te equivocas. No todo puede arreglarse. La felicidad no siempre puede encontrarse, si no llego a decir nunca. Hay trabas. Para todo.
-Eso es lo hermoso de ser lo que eres.
-Ay te equivocas otra vez…-susurró Gabriella, casi con sensualidad.-Para algunos es posible ser feliz, otros vivimos rodeamos de limitaciones, deseamos algo más de lo que se supone que debemos desear…y sabes lo que quiero. Porque sabes mejor que yo que si me dejas marchar ahora mismo con las manos vacías, si no me permites alcanzar aquello que llevo siglos anhelando, sabiendo que se esconde ahí…podría…no volver nunca más. Ya sabes lo que quiero decir.
 Simon volvió a suspirar y miró a la muchacha con los ojos entrecerrados, como si estuviese estudiándola. Una suave brisa se levantó y les meció el  cabello a ambos, pero ellos a su alrededor no se veían más que a sí mismos. Ambos en posición, esperando a que se dicte la sentencia.
 Pasó mucho rato, quizá una eternidad. Pasado ese rato, Simon dijo, con una sonrisita de suficiencia:
-Mira, he tomado una decisión, y a ver qué te parece. No creo que sea necesario que te lo cuente… ¿No preferirías verlo? ¿Ser testigo de ello?-dijo Simon alzando una mano hacia Gabriella. Sonrió divertido al ver la instantánea vacilación de la muchacha. Estaba completamente seguro de que la chica se echaría para atrás, ya que no había previsto aquello.
 Pero por supuesto, volvió a sorprenderlo una vez más.
-De acuerdo-dijo con firmeza, pero con varias notas de vacilación en su voz increíblemente bien disimuladas. Cogió la mano que Simon le tendía y sonrió ampliamente, echándole valor.
 Simon suspiró. En fin, no tendría más remedio que enseñarle a esa chica lo que quería saber. Era decisión suya y él no era nadie para prohibirle nada. Al menos no por el momento.
 Entonces ambos comenzaron a caminar hacia el interior de aquel lugar, adentrándose en la oscuridad de la noche…

-Esto está muy oscuro…no veo nada. ¿Cuándo vamos a llegar?
-No seas impaciente. Mucho me temo que vas a tener que esperar un poco más. Cuando notes el calor sabrás que estamos llegando.
-Ah…entonces…-Gabriella se pegó más a Simón y cerró los ojos de nuevo. Aquel camino no tenía ninguna pérdida, era imposible perderse en aquel lugar que no parecía más que oscuridad pura y dura.
-Yo que tú no me alejaría demasiado…aquí te puede pillar cualquier cosa…
-¡Descuida!-susurró Gabriella.
-Puedes echarte para atrás cuando quieras, ¿sabes?
-¡Ni lo sueñes, bandido!-replicó ella airada, pero sintiéndose un poco atrapada. Había empezado a notar como un calor extraño comenzaba a invadirla. Simon se echó a reír.
-Como quieras, muchacha, como quieras…mira, ya estamos llegando.
 Una luz tintineaba en el horizonte, a pocos pasos de allí. Era como en la muerte, como cuando cruzas el túnel que se supone que te va a llevar hacia el otro lado. Sólo que ellos se encaminaban hacia un sitio muy distinto.
-Simon, es cierto que estoy muy nerviosa, pero también estoy emocionada. Siempre, desde que era pequeñita, quise conocer ese lugar del que provenías. Siempre me pareció tan misterioso, tan…mágico.
-La magia puede convertirse a veces en algo muy siniestro…-replicó Simon con cierto matiz de tristeza en su voz.
-Eso ya lo ve…-comenzó a decir Gabriella. Pero la entretuvo algo más importante. Habían llegado al final de aquel túnel y la oscuridad había desaparecido a sus espaldas.

-Dios santo…-susurró Gabriella mirando a su alrededor.
 Hacía una calor espantosa, pero no era tan molesto como Simon le había dicho. Era como si hubiese entrado ya acostumbrada.
 Y aquel lugar…era espectacular, espectacular y muy hermoso. Era enorme, el lugar más grande que Gabriella había visto en su vida, ¡y eso que ella había visto muchos ya! Una especie de bóveda oscura les rodeaba, inmensa como el firmamento. Y a su alrededor había infinidad de llamas que ardían tranquilamente, que no parecían ni avanzar ni retroceder, simplemente como si siguiesen ahí para siempre. Llamas de toda clase y tamaños, había incluso algunos algunas que eran más altas que Simon y Gabriella. Y de colores…había llamas blancas, rojas, anaranjadas y negras, pero sobre todo había anaranjadas, ésas eran las que le daban el ambiente color naranja a aquel lugar.
 Las llamas eran algo así como puertas. Daba la sensación de que si te acercabas y te metías entre las llamas llegarías a un sitio nuevo, una nueva sala en la que quién sabe lo que estaría sucediendo. 
-Esto es sólo el vestíbulo. Todavía no has visto nada.
-Es hermoso…-se le escapó a Gabriella. Estaba fascinada, y mucho. Tanto que Simon tuvo que arrastrarla de la mano para que se moviese a la siguiente sala.
 Pero alguien les detuvo.
-Vaya, Simon, parece que has traído una visita… ¿me la presentas?-dijo una voz serpenteante.
-Ni hablar, no me da la gana que toques lo que es mío.-Gabriella tenía la intención de abrir la boca para protestar por aquellas malsanas palabras, pero Simon la hizo callar con una mirada sombría. Por si acaso, sería mejor seguir su advertencia. Mejor no hablar con desconocidos.
  El chico que les había hablado se acercó a ellos y les miró con una curiosidad casi infantil. Era tan alto como Gabriella, pero era igual de pálido que Simon. Su cabello rubio le caía a la mitad del cuello y su rostro…parecía una especie de ángel joven esculpido en hielo. Pero Simon sabía que ese chico era de todo menos un ángel.
-Por favor…-dijo el muchacho en un tono de falsa súplica.
-¡Te he dicho que no! ¡Y ahora lárgate!-le espetó Simon, atravesando una llama blanca. El chico, por supuesto, los siguió pero ellos no le hicieron el más mínimo caso. Simon tenía que hacerlo si no quería darse la vuelta para pegarle una paliza al muchacho.
Aquel pasillo era incluso más hermoso que el vestíbulo. Había cuadros hermosísimos colgados en aquellas paredes que parecían de cristal, y había una brisa bastante agradable. Y finalmente llegaron hacia su destino.
-¡Santo dios, santo dios!-exclamó Gabriella, a punto de desmayarse. Pero se controló todo lo que pudo. ¡Ni mucho menos podía perder la conciencia en un instante como aquel! ¡Jamás!
  Aquello era justamente lo que llevaba soñando durante toda su vida. Aquel lugar había colmado sus sueños infantiles, le había dado horas y horas de reflexión y siempre había deseado ver con sus propios ojos lo que sucedía allí.
 Siempre supo que existía, no sabía cómo lo sabía pero de hecho lo sabía. Siempre lo había sabido.
 Era un lugar tan infinito como el espacio sideral, con muchas estrellas en el cielo y un montón de almas pululando por allí. Almas de todas clases, todos arrastraban un halo dorado consigo, o blanco o rojo, como la sangre.
 Y sucedían toda clase de cosas. Tantas que Gabriella no era capaz de asimilarlas todas. Se quedó con la boca abierta, maravillada, y susurró.
-Esto es…maravilloso…lo más hermoso que he visto en mi vida.
 Simon no dejó de mirar por un solo instante a Gabriella. Parecía extrañado, y mucho.
-Vaya, hombre…esto no me lo esperaba. ¿Pero acaso no te das cuenta de dónde estamos? El mal es como la tentación. Hermoso como una trampa…
 Eso era algo muy cierto. Lo que Gabriella veía a su alrededor no era solamente cosas bellas y mágicas. Ocurrían cosas malas. Pero había un pequeño detalle que pronto no dejaría escapar: lo único que no había en aquel lugar era fealdad. Había maldad pero no fealdad. Una combinación bastante extraña.
 Simon le dio un tortazo al chico para apartarlo y posó una mano en el hombro de Gabriella.
-Recuerda que esto es el infierno, niña…
-Me cuesta mucho creerlo-dijo ella soltándose de él y avanzando para poder ver todo aquello con más detenimiento. Era extraño, demasiado extraño…pero le gustaba. ¡Había tantas cosas por conocer allí!
-No me arrepiento para nada de haber venido. Y ahora…quiero conocerlo todo.-dijo, ésta vez sin un asomo de aquella vacilación que la había embargado en el escondite.
-Esto no me lo esperaba de ti, creo que voy a tener que conocerte mejor, mocosa…resultas intrigante.-Muy intrigante. A Simon le había picado la curiosidad por conocer el lado oscuro de la chica. Porque estaba claro que lo tenía.
 Gabriella sonrió de forma encantadora y se pasó las manos por el pelo con coquetería.
-Tenemos muchas cosas que resolver, Simon, y mucho que hacer…vamos…acompáñame-ahora era ella quién le tendía la mano a él. La muchacha se sentía embargada por una extraña seguridad que no estaba segura de dónde venía, pero que más le valía mantener. La curiosidad había podido con ella.
 Simon rió divertido y cogió suavemente la mano que ella le tendía.
-Tú lo has querido. Pues allá vamos-Y ambos emprendieron el camino hacia las profundidades de aquel misterioso lugar, preparados para lo que fuera.

Continuará…